La iglesia de la
Compañía de Jesús
era una de las más concurridas por la población santiaguina del siglo
XIX y un lugar estratégico de la sociabilidad capitalina. Los altos
prelados elevaban sus prédicas desde un púlpito allí ubicado; la torre
marcaba el tiempo de la ciudad con uno de los pocos relojes que existían
en ese entonces; pobres y ricos acudían a orar y clamar a Dios; y los
más devotos la ocupaban como centro de distintas asociaciones piadosas.
A pesar de ser un lugar sagrado, esta iglesia no se libró de los infortunios provocados por la naturaleza. Diversos
terremotos que afectaron a la ciudad de
Santiago (
1647
y 1730) echaron abajo o dañaron su infraestructura; además, un incendio
ocurrido en 1841 dejó al templo parcialmente en ruinas. Sin embargo, el
edificio fue reconstruido una y otra vez en la misma ubicación, la
esquina de las calles Compañía y Bandera. Esta costumbre fue
interrumpida tras el voraz incendio acaecido a finales de 1863, cuyas
noticias fueron comentadas incluso en Europa.
El martes 8 de diciembre de ese año, a las siete menos cuarto de la
tarde, más de dos mil personas esperaban dentro del templo para la
conmemoración de la fiesta de la Concepción Inmaculada de María
Santísima y del aniversario de las
Hijas de María, cuando las llamas surgidas por
motivos aún desconocidos
se expandieron rápidamente por los adornos y la iluminación del templo,
todos de material inflamable, mientras cundía el pánico entre los
fieles, en su mayoría mujeres. Mantas de crinolina que se prendían o
enganchaban con facilidad en el mobiliario sagrado y largos vestidos que
entorpecían el andar y generaban caídas, terminaron por hacer que la
multitud se atochara y las pocas salidas de la Iglesia fueran
rápidamente bloqueadas. Una de cada 27 mujeres capitalinas murió allí:
"Cuerpo sobre cuerpo, se formaba una muralla compacta i numerosa. Había
mujeres que resistían el peso de diez o doce, otras tendidas encima, a
lo largo, a lo atravesado, en todas direcciones. Era materialmente
imposible desprender una persona de esa masa compacta y horripilante.
Los más desgarradores lamentos se oían del interior de la iglesia" (
El Ferrocarril, diciembre 9, 1863).
Mientras las campanas tañían para pedían ayuda, la ciudad se
congregaba en torno al templo en llamas. Los espectadores nada podían
hacer. Cualquier intento por abrir las puertas era infructuoso ya que
éstas sólo se abrían hacia dentro y la presión de los cuerpos no
permitía socorrer a las víctimas: "En los umbrales mismos han perecido
centenares de personas, quemadas a la vista de un pueblo inmenso a que
dirigían sus brazos en ademán suplicante i que en esos momentos era
impotente para salvarlas" (
El Ferrocarril, diciembre 10, 1863).
Tras la extinción del fuego, miles de cuerpos calcinados quedaron al
descubierto. Frente a la imposibilidad de identificarlos y al riesgo
sanitario que implicaba, se decidió darles sepultura en una fosa común
del
Cementerio General.
El amanecer gris del 9 de diciembre estuvo acompañado del viaje al
cementerio de 146 carretones llenos de cadáveres rociados de cal que
abarrotaron la fosa cavada por más de 200 hombres. Cuatro días demoró el
entierro. Pasados ocho días de la catástrofe, se pronunciaron las
exequias
en la Iglesia Metropolitana. Días más tarde las autoridades decidieron
trasladar el templo de su lugar original, dejando en la tradicional
esquina un
monumento en honor a las mártires.
Este trágico evento conmovió a la ciudadanía y a las autoridades e
hizo tomar medidas para prevenir este tipo de desdichas, como la
obligatoriedad de las bisagras dobles en las puertas de todas las
iglesias del país. Nadie estaba preparado para socorrer a las víctimas,
no existía una organización dotada de las herramientas y la preparación necesaria. Frente a tal ausencia, surgió el primer
cuerpo de bomberos de Santiago, siguiendo el ejemplo de los ya formados en
Valparaíso,
Ancud y Valdivia, siendo el porteño el
primer cuerpo de bomberos de Chile.